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El aumento del precio de la onza de oro en el año 2000 pasó de $200
ese año a $1.200 en 2008, hizo que el interés por la minería y la
especulación con este metal fuera aún mayor. Los yacimientos previamente
abandonados se reactivaron debido a los altos costos de explotación, lo que
redujo los niveles de ganancias esperados (Toro, Fierro, Coronado, Roa,
2012). Según Lina Muñoz (2016) sobre América Latina y el Caribe, antes de
2012 el sector minero lograba una rentabilidad superior a otras actividades
económicas del continente con una rentabilidad del 25 por ciento, por lo
que requería la diversificación de sus economías.
El capital extranjero se expandió por toda América Latina, marcando
un escenario familiar para estas regiones a medida que se hunden en
relaciones globales extractivas. Este fenómeno capitalista orientado a la
devastación continúa beneficiando a los países transnacionales con fuerte
desarrollo económico, “el Estado se convierte en una unidad de la economía
global, vinculando la economía nacional a los intereses globales, facilitando
y creando las condiciones para el desarrollo natural, ambiental y espiritual
de la recursos culturales de sus regiones” (Toro, Fierro, Coronado, Roa,
2012, p. 111).
La ilusión del desarrollo hizo que América Latina le abriera la puerta
al capital extranjero, que llega anticipándose al crecimiento económico.
Estados han hecho cambios legislativos similares para seguir alimentando el
ciclo expansivo de la inversión extranjera sacrificando territorios,
otorgando títulos mineros y revictimizando zonas afectadas por oleadas de
violencia. Además, las empresas ingresan a la región con el argumento de la
generación de empleo, prometiendo más y mejores condiciones de trabajo,
lo que en la práctica se materializa como tercerización laboral (López-
Sánchez, López-Sánchez, Medina, 2017, p. 66).
Con todo lo anterior, las aspiraciones de expansión de la minería
latinoamericana son cuestionables. Como se señaló anteriormente, el mayor
potencial geológico para la minería se encuentra en Jamaica, Chile, Perú,
Bolivia, Colombia, Brasil y México (Figura 1). Con base en estos
indicadores, se encontró que México, Perú y Chile tienen el mayor número
de conflictos mineros, mientras que Colombia, Brasil y Argentina tienen un
nivel medio de conflictividad en cuanto al número de conflictos territoriales
y la menor cantidad de países con conflictos mineros como Venezuela,
Bolivia, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Honduras, Costa Rica y Panamá